“LOS ADULETES MERMELEROS”
Escuché por primera vez el término “mermelero” hace muchos años, como calificativo a periodistas o comunicadores que se dedicaban a defender a indefendibles a cambio de dinero, prebenda o coima. A la vez, los mermeleros también cumplían (hasta ahora lo hacen) el papel de atacar y echar barro o estiércol a quienes con fundamento criticaban, descubrían o desnudaban a sus amos.
Mermeleros han existido y existirán siempre. Mario Vargas Llosa, describe al mermelero “el Sinchi” en su obra literaria y que luego fue llevada al cine, “Pantaleón y las Visitadoras”. Hemos escrito un artículo al respecto que puedes encontrar en nuestro blog www.titovillena.blogspot.com.
El mermelero es un adulón por antonomasia, tiene que serlo para ganarse los frejoles, para poder comer. El adulón generalmente es un vago, no sabe ganarse la vida más que adulando. El adulador, o mejor dicho para el ingenio popular, adulón o adulete –así en forma despectiva- es un tipo sin luces, pero hábil y oportunista para ponerse al servicio de sus amos.
Edmundo Dante Lévano La Rosa, conocido como César Lévano, periodista, escritor, profesor universitario en mi alma mater la UNMSM, poeta y ensayista peruano, actual director del diario “La Primera”, en su artículo “Apología del Sobón”, describe el alma del adulón: “Diómedes Muchotrigo, llamémosle así, es un adulón innato. Y éste es, como se sabe, oficio muy socorrido en el Perú”, sentencia.
Juan Carlos Antúnez, también trató el tema de los aduletes o mermeleros en su artículo “Cuándo no, los Adulones”, que podrás encontrar en la revista “El Observador Provincial” correspondiente a Marzo 2013: “Nunca hemos transitado por el camino sinuoso y vergonzante de Don Diómedes, Dios nos libre, ni parece que hemos tenido que recurrir al fácil papel de chupamedias o adulete, para tener la oportunidad de conseguir un trabajo o una prebenda…”.
Decíamos que al adulador, el ingenio popular le clavó el término preciso de adulón o adulete, despectivamente, y así lo recoge cualquier diccionario de sinónimos, donde el adulador, adulón o adulete es el rastrero, ruin, adyecto, bajo, despreciable, innoble, vil, infame, ignominioso, humillado. Si, humillado, porque para ganarse los frejoles tiene que humillarse y arrastrarse. No sabe o no entiende el significado del término Dignidad.
El adulete o mermelero, no solo juega el papel de adulón, también sirve a los intereses de los cleptócratas (gobernantes ladrones), atacando con lodo, fango o estiércol a quienes critican al amo. Cumplen ese papel para sembrar confusión y prestarse al engaño y a la manipulación del pueblo. Con sus brabocunadas, insultos y frases hirientes contra los que tocan al amo, cumplen ese triste papel, pero pronto son descubiertos, y son vistos con desprecio. Así causan más adyección contra ellos mismos y contra quienes defienden, sus amos, los cleptócrotas.
Al final, como en el “Sueño del Pongo”, el adulete mermelero, tendrá que comerse los excrementos que lanza. José María Arguedas, escribió este cuento, dejando constancia que no era una obra original suya, sino un cuento tradicional oral que escuchó a un indio cusqueño y que luego escribió en quechua y tradujo al castellano, poniendo, sin duda, como el mismo lo dijo, “mucho de su cosecha”.
En el cuento de Arguedas, el pongo (indio servidor de hacienda), es humillado constantemente por el patrón, todos los días y de distintas formas. Un día el pongo le dice al patrón que ha tenido un sueño y que ambos habían muerto y estaban ante Dios rindiendo cuenta de cómo condujeron sus vidas.
Mejor transcribamos la parte final del cuento:
- Padre mío, señor mío, corazón mío - empezó a hablar el hombrecito -. Soñé anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
- ¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio - le dijo el gran patrón.
- Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos. Los dos juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.
- ¿Y después? ¡Habla! - ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
- Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pensando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
- ¿Y tú?
- No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
- Bueno, sigue contando.
- Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: "De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de chancaca más transparente".
- ¿Y entonces? - preguntó el patrón.
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.
- Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
- ¿Y entonces? - repitió el patrón.
- "Angel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.
- Así tenía que ser - dijo el patrón, y luego preguntó:
- ¿Y a ti?
- Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a ordenar: "Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano".
- ¿Y entonces?
- Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. "Oye viejo - ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel -, embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!". Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando...
- Así mismo tenía que ser - afirmó el patrón. - ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
- No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: "Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.
Ese es el sino del mermelero adulete: Comerse los excrementos que lanza.
ATV